Cuando alguien te pregunta «¿Quién eres?», la mayoría responde con su nombre. Tal vez te gusta tu nombre, tal vez no, y quizás recuerdas que tus padres lo eligieron porque eran fanáticos de un cantante popular el año en que naciste. Esa es la manera en que todos comenzamos: con la identidad que nos dieron al nacer. Sería muy extraño si alguien contestara contando sus luchas internas, sus miedos más profundos o sus youtubers y juegos favoritos.
Incluso los apodos forman parte de cómo nos definimos. Nos los ponen por alguna cualidad o por un momento gracioso, y con ellos vamos construyendo una idea de quiénes somos. Nombramos a las cosas para reconocerlas, darles importancia y mantenerlas presentes en nuestra vida. No solemos ponerle nombre a nuestros calcetines o a los insectos que pasan por nuestra ventana, pero lo que consideramos valioso o significativo recibe un nombre.
En el principio, Dios le dio a Adán la tarea de nombrar a los animales del jardín. No fue un detalle menor: poner nombre a lo que es importante refleja lo que tiene valor y nos permite conocerlo. Sin un nombre, no podemos clasificar, aprender ni buscar más información. Algo que no tiene nombre, simplemente, no puede ser comprendido completamente.
Seguramente te ha pasado que tienes en la cabeza la melodía de una canción, pero no sabes cómo buscarla porque no recuerdas su título. Ese pequeño detalle cambia todo: sin nombre, no hay manera de encontrarla. La buena noticia es que tú sí tienes un nombre, y mucho más importante, Dios también tiene nombre. Él desea ser conocido, y Su nombre revela que Él ha sido, está y estará presente para Su pueblo.
Cuando Dios le reveló Su nombre a Moisés, nos mostró que quiere ser conocido personalmente. Él no es un concepto distante; Él es Yahvé, el Dios que siempre ha estado y siempre estará. Pero la pregunta sigue siendo: tú, más allá de tu nombre, ¿quién eres realmente? Muchas de las luchas de la vida nacen de no conocer nuestra verdadera identidad. Cuando no tenemos claro quiénes somos, buscamos desesperadamente que algo o alguien nos defina, que nos diga nuestro valor. Y el verdadero valor que buscamos, en el fondo, es ser amados. Entonces, pregúntate: ¿qué crees de ti mismo? ¿qué cosas te definen? ¿quién te las dijo y cómo lo sabes?
Él te conocía antes de que tú te conocieras a ti mismo
Muchos se identifican como cristianos, y es la religión con más seguidores en el mundo. Sin embargo, cuando analizamos lo que Jesús enseñó a Sus primeros discípulos, vemos que Él los llamó incluso antes de que tuvieran todas las respuestas. Los invitó a seguirlo antes de que tuvieran fe plena. Jesús llamó a hombres de distintas edades, talentos, personalidades y debilidades, para formarlos como Sus aprendices. Más que un título que uno se pone por asistir a una iglesia, ser discípulo significa caminar junto a Él, aprender directamente de su vida y enseñanzas.
Si aceptas a Cristo, tu identidad deja de ser solo un nombre o un título: pasa a ser la de un aprendiz de Jesús. Ser discípulo implica un compromiso total, una entrega completa a su causa y un seguimiento constante, donde cada decisión se alinea con Su voluntad. Existe una gran diferencia entre decir «creo en Dios» y vivir realmente como alguien que ha entregado su vida a Él en totalidad.
Como hijos de Dios, todavía estamos en proceso. No hemos alcanzado la plenitud de nuestra identidad, pero sabemos que cuando Cristo se manifieste, seremos semejantes a Él (1 Jn 3:2). La transformación está en curso; no veremos la obra completa de este lado de la eternidad. Cada día, cada paso, es parte de un proceso de construcción, de moldeamiento, de aprendizaje, hasta que llegue el momento en que veremos a Cristo cara a cara.
El camino de conocer quiénes somos es también un camino de preguntas y respuestas. No necesitamos tener todas las certezas para dar nuestro “sí” a Jesús; más bien, dar ese primer paso es iniciar un proceso que nos llevará a descubrir nuestra identidad verdadera, confrontando dudas, errores y miedos en el camino. Caminar con Jesús nos permitirá ir descubriendo aquello que aún no comprendemos de nosotros mismos, de Dios y del propósito que Él nos ha dado.
Al igual que un maestro que toma a un aprendiz y lo guía con paciencia, Jesús nos toma a nosotros y nos muestra cómo vivir. Nos invita a dejar la comodidad de nuestra vida anterior y a embarcarnos en un viaje donde cada día trae aprendizaje, desafío y crecimiento. La identidad cristiana no es solo un título ni una etiqueta: es un proceso constante de transformación, donde Dios nos moldea según Su plan perfecto.
Este camino también implica entender que somos más que nuestro nombre, más que nuestras capacidades o nuestros logros. Somos hijos de Dios, formados para un propósito eterno, y nuestra verdadera identidad se revela cuando dejamos que Cristo nos transforme. La invitación de Jesús es clara: seguirlo no es solo una decisión, es un estilo de vida que se vive día a día, paso a paso, con preguntas, respuestas y descubrimientos constantes.
Si eres joven y estás empezando a explorar quién eres en Cristo, recuerda esto: tu nombre es solo el comienzo. Tu identidad real se encuentra en seguir a Jesús, en permitir que Él moldee tu corazón y tu mente, y en aceptar que el proceso de ser transformado es gradual. Cada día es una oportunidad para aprender más de Él, para crecer y para acercarte a la versión de ti mismo que Dios siempre soñó que fueras. Tu “sí” a Jesús es el primer paso de un viaje lleno de retos, descubrimientos y transformación eterna.