Hace poco, una mamá me preguntó cómo había sido para mí criar adolescentes. Respondí con total sinceridad y le conté que, cuando mis hijos eran pequeños, la idea de la adolescencia me aterraba. Tal vez porque escuchaba historias de otros padres que atravesaban dificultades con sus hijos, o porque recordaba mis propios años de juventud y las complicaciones que enfrenté. Sin embargo, cuando llegó el momento, descubrí que, aunque no es un camino exento de desafíos, la realidad fue muy distinta a lo que imaginaba y, de alguna manera, más manejable.
Nuestra familia tiene dos hijos. La mayor ya dejó atrás la adolescencia, pero nuestro hijo menor aún está en esa etapa. Escribo estas palabras no como alguien que ha terminado el proceso, sino como una madre que ha visto paso a paso la gracia de Dios en cada momento y sigue aprendiendo cómo guiar y acompañar a sus hijos en esta etapa crucial.
Dar consejos sobre la crianza siempre requiere una aclaración: no todos los métodos funcionan igual para todas las familias. De hecho, esto recuerda al libro de Proverbios, que ofrece principios generales para la vida bajo la sabiduría y temor de Dios. Lo que comparto aquí son experiencias y aprendizajes de mi vida, sin un orden específico de importancia; cada punto tiene su propósito y valor.
Uno de los aspectos más importantes es esforzarse por ser una influencia positiva. Durante la adolescencia, los hijos comienzan a formar su personalidad y a tomar decisiones propias, incluso respecto a su fe. Aquí es donde nuestra autoridad como padres se transforma: ya no se trata de controlar cada acción, sino de construir una relación que les permita escucharnos y considerar nuestras palabras. La meta es que, al salir del hogar, nuestros hijos puedan valorar nuestra guía y consejos, gracias al vínculo de confianza que hemos cultivado con ellos a lo largo de los años.
La adolescencia es también un tiempo de “soltar” poco a poco. Dar independencia significa permitirles asumir responsabilidades escolares, actividades extracurriculares y decisiones personales. Cometer errores es parte de su aprendizaje y, como padres, debemos aceptar que no podemos controlar cada detalle de sus vidas. Nuestro papel es guiarlos y acompañarlos mientras confiamos en la soberanía de Dios sobre sus caminos. Este proceso nos enseña a depender de Él y a entender que nuestra seguridad no proviene del control, sino de confiar en Su cuidado y dirección.
Escuchar es fundamental. Muchas veces queremos dar nuestra opinión de inmediato, pero detenernos a escuchar fortalece la comunicación y la confianza. Hacer preguntas y atender atentamente a sus respuestas les muestra que son valorados y respetados. Incluso cuando no tenemos todas las respuestas, podemos investigar juntos o reflexionar en oración, demostrando paciencia, apertura y disposición para acompañarlos en sus dudas y descubrimientos.
No debemos rendirnos nunca, incluso cuando sentimos cansancio o frustración. La historia de Samuel y el pueblo de Israel nos recuerda que la fidelidad y la constancia son esenciales. Samuel no abandonó su responsabilidad a pesar de la terquedad de los israelitas; de igual manera, debemos perseverar en nuestra labor de instruir y guiar a nuestros hijos, confiando en que Dios obra en sus corazones aunque nosotros no veamos resultados inmediatos.
Durante la adolescencia, es importante enfocarse en el corazón más que en la obediencia superficial. Las reglas son necesarias, pero lo que realmente importa es que nuestros hijos comprendan por qué deben actuar de cierta manera y desarrollen convicciones profundas basadas en su fe. Las conversaciones sobre su conducta deben llevarlos a reflexionar, a reconocer sus motivaciones y, sobre todo, a entender su necesidad de Cristo y de Su gracia.
Este período pasará más rápido de lo que imaginamos. La adolescencia no es un tiempo para vivir con miedo o ansiedad, sino una etapa de oportunidades. Podemos acompañar a nuestros hijos en sus alegrías, desafíos, sueños y desilusiones, celebrando sus logros y apoyándolos en los errores. Cada momento nos da la posibilidad de guiarlos hacia una fe auténtica y sólida, siempre recordándoles que la salvación y el cambio de corazón son obra de Cristo y no nuestra responsabilidad exclusiva.
Finalmente, la adolescencia es un privilegio. Tenemos la oportunidad de estar presentes en primera fila mientras Dios obra en sus vidas, de reír, llorar y aprender juntos. Nuestra labor no consiste en salvar ni cambiar sus corazones, sino en caminar con ellos, sembrar principios sólidos y confiar en que el Señor guiará cada paso. La adolescencia es, como dice Paul Tripp, “la edad de la oportunidad”, un tiempo único para cultivar relaciones, influir con amor y ver cómo Dios obra en la formación de la próxima generación.